Cada gota de agua contiene en potencia lo necesario para llegar a ser un océano. Cada célula posee toda la información genética de un determinado ser vivo. Cada estrella ostenta la información relevante de sus propias galaxias. La esencia misma de lo que somos se ha ido acumulando a lo largo de muchas generaciones y, como ya hemos mencionado en otras entradas, no somos hijos de las piedras. Si priorizamos los valores espirituales sobre los demás, podremos engendrar un hombre nuevo lleno de esperanza y con optimismo encaminarnos hacia un mejor mañana, un ser humano capaz de valorarse en todas sus potencialidades.
Medito en un modelo de persona para ejemplificar estos valores espirituales e, irremediablemente, siempre pienso en las Madres, escrito así, con mayúscula. Será tal vez por el don divino de engendrar que ellas tienen, el don bienaventurado de dar amor con el alma en las manos, el don celestial de la ubicuidad o bilocación, en que, como San Martín de Porres y el Padre Pío, pueden estar en varios lugares contemporáneamente, partirse en varios pedacitos y entregarse día a día, sin esperar nada a cambio. Cuanto más se dividen, más se multiplican. Si tienen lo dan todo, y aun cuando no tengan nada, lo siguen dando todo. Será quizá por ese poder inconmensurable de superación, de entrega y, sobre todo, de humildad, estoica si se quiere, por lo que se ha hecho de la mujer un ser casi mitológico, un ser sublime, un ser que, a través de la historia, ha logrado romper todos los prejuicios y, en los albores del nuevo milenio, tomamos conciencia de que si bien fueron los varones los que pusieron esa barba blanca y una espada en la mano a los dioses, son las madres quienes conocen la verdad.
Las madres pueden juguetear con el horizonte del poniente como si fuese una serpentina y, al mismo tiempo, con la otra mano tomar una estrella del oriente, no para decorar un prendedor, como la gentil princesita de Darío, sino más bien para iluminar y guiar nuestras vidas, al lado de un verso y una pluma, una perla y una flor. Son como la simiente que atesora en sus entrañas el secreto de la vida, guardianas inclaudicables de este mandato divino. Ellas entienden, con humildad, que lo que hacen representa una gota en el océano. Podría parecer poco; pero, si no lo hicieran, al mar le faltaría una gota, como lo entendía la Madre Teresa de Calcuta, quien, sin parir uno solo, logró tener millones de hijos.
Cuando me refiero al ser madre, no lo hago pensando en la idealización social en que nos envuelven los medios de comunicación o las religiones, sino más bien en la maravillosa potencialidad maternal a la que llegan muchas mujeres, y a su capacidad de entrega. No todas las mujeres calzan con el arquetipo de madre, ya sea por su socialización u otra causa individual. Sin embargo, las madres saben que son las portadoras del secreto mismo de la vida.
Debemos aprender de las Madres a no guardar una sola gota de amor para mañana; gastémosla hoy, en este instante: esa es la clave para ser rico en los valores espirituales: cuanto más desprendimiento, paradójicamente, más tendremos.
Hoy, en la víspera del día en que mi país celebra el día de la madre, sirvan estas palabras como tributo a ellas por la admiración que me merecen, y en vez de desearles un feliz día, prefiero decirles simplemente ¡Gracias!
Medito en un modelo de persona para ejemplificar estos valores espirituales e, irremediablemente, siempre pienso en las Madres, escrito así, con mayúscula. Será tal vez por el don divino de engendrar que ellas tienen, el don bienaventurado de dar amor con el alma en las manos, el don celestial de la ubicuidad o bilocación, en que, como San Martín de Porres y el Padre Pío, pueden estar en varios lugares contemporáneamente, partirse en varios pedacitos y entregarse día a día, sin esperar nada a cambio. Cuanto más se dividen, más se multiplican. Si tienen lo dan todo, y aun cuando no tengan nada, lo siguen dando todo. Será quizá por ese poder inconmensurable de superación, de entrega y, sobre todo, de humildad, estoica si se quiere, por lo que se ha hecho de la mujer un ser casi mitológico, un ser sublime, un ser que, a través de la historia, ha logrado romper todos los prejuicios y, en los albores del nuevo milenio, tomamos conciencia de que si bien fueron los varones los que pusieron esa barba blanca y una espada en la mano a los dioses, son las madres quienes conocen la verdad.
Las madres pueden juguetear con el horizonte del poniente como si fuese una serpentina y, al mismo tiempo, con la otra mano tomar una estrella del oriente, no para decorar un prendedor, como la gentil princesita de Darío, sino más bien para iluminar y guiar nuestras vidas, al lado de un verso y una pluma, una perla y una flor. Son como la simiente que atesora en sus entrañas el secreto de la vida, guardianas inclaudicables de este mandato divino. Ellas entienden, con humildad, que lo que hacen representa una gota en el océano. Podría parecer poco; pero, si no lo hicieran, al mar le faltaría una gota, como lo entendía la Madre Teresa de Calcuta, quien, sin parir uno solo, logró tener millones de hijos.
Cuando me refiero al ser madre, no lo hago pensando en la idealización social en que nos envuelven los medios de comunicación o las religiones, sino más bien en la maravillosa potencialidad maternal a la que llegan muchas mujeres, y a su capacidad de entrega. No todas las mujeres calzan con el arquetipo de madre, ya sea por su socialización u otra causa individual. Sin embargo, las madres saben que son las portadoras del secreto mismo de la vida.
Debemos aprender de las Madres a no guardar una sola gota de amor para mañana; gastémosla hoy, en este instante: esa es la clave para ser rico en los valores espirituales: cuanto más desprendimiento, paradójicamente, más tendremos.
Hoy, en la víspera del día en que mi país celebra el día de la madre, sirvan estas palabras como tributo a ellas por la admiración que me merecen, y en vez de desearles un feliz día, prefiero decirles simplemente ¡Gracias!
“La familia es base de la sociedad y el lugar
donde las personas aprenden por vez primera
los valores que les guían durante toda su vida.”
Juan Pablo II