21 de junio de 2009

A los padres

En un día como hoy, en que en Costa Rica se celebra el Día del Padre, al igual que en cincuenta y dos países, recuerdo el día en que nació mi primogénito Héctor y que me gradué oficialmente como tal, y también cuando la vida me ragaló la llegada de mi segundo hijo Felipe, que reviví con la misma emoción del primero, dos años antes. En esos momentos, mis prioridades cambiaron y valoro cada vez más el gran esfuerzo que mi madre y mi padre hicieron para formarnos.

Mientras los recuerdos me acompañan, escucho en la radio la canción del cantante colombiano Juanes donde dice “Que mi madre no me falte y mi padre me recuerde”, analizo y le doy algo de razón. En una sociedad cambiante, aún se conserva vigente el demonio del machismo y sí, que nuestra madre no nos falte es una ilusión, pero además, que nuestros padres no nos olviden, aunque no estén con nosotros, es nuestra esperanza.

Recordé el rito de los indios Cherokee, en los Estados Unidos, en lo que es una prueba de iniciación de los hombres, que con algunas variantes, se practica en otras latitudes. Los padres llevan a sus hijos al bosque y, con los ojos vendados, los dejan allí solos. Estos jóvenes deben sentarse en un tronco toda la noche y, sin quitarse la venda de sus ojos, afrontar sus propios temores hasta que los rayos del sol brillen. Está prohibido pedir auxilio y una vez que sobreviven a la oscuridad, son reconocidos como hombres. No pueden conversar con los otros muchachos acerca de su experiencia, debido a que cada uno debe entrar en la masculinidad por sus propios méritos. Los jóvenes sienten temor y angustia, pues escuchan toda clase de ruidos, y saben que las bestias salvajes acechan a su alrededor y les podrían hacer daño. Oyen el viento susurrar en sus oídos y la hierba crujir, permanecen sentados en el tronco, sin quitarse la venda, pues es la única manera ─según ellos─ para llegar a ser hombres.

Después de una larga y horrible noche, el sol aparece y al quitarse la venda, se dan cuenta de que su padre ha estado sentado junto a ellos y ha velado, pendiente de la protección de su hijo, durante toda la jornada. Sus padres no se han olvidado de ellos, nunca los dejaron solos y aunque pensaban que ausentes estaban, lo único en sus mentes eran sus propios hijos.

La mayoría de los padres tratan, con mucha entrega y cada uno a su manera, de que sus hijos logren romper esa barrera del temor a lo desconocido, nunca nos abandonan, aunque algunos no hablen y no expresen sus sentimientos, están allí, presentes en cuerpo y alma.

Quisiera compartir con ustedes, estimados lectores, un poema inédito que me escribiera mi padre en 1997, cuando obtuve mi licenciatura y que por supuesto significa mucho para mí.

A Manuel Humberto, matemático

1

La madrugada me desveló entre dos sueños

y entonces pude discernir

la infinita longitud del mar que se desvanece

en la raíz cuadrada del oleaje enfurecido.

Desde la arena blanca de mis huesos

observé la tercera dimensión de su geometría euclidiana,

azul como cristal de Murano,

con espacios repletos de aterciopelados delfines

y la brisa cálida, azucarada,

bañando de ternura el césped de mis cabellos.

En el perímetro del silencio

la mirada del amanecer es semejante

al arco amarillo de la luna llena.

2

El otoño tropical,

ese que se desmaya desnudo en la pereza de los dedos,

es obtuso, y en él he descubierto algo fantástico:

cuando en el punto cenital del universo

es gris la Cota Mayor,

el signo π se convierte en una galaxia pendular,

deslizándose feliz en la fastuosa campana de Gauss

cuyo repiquetear nos llama a la misa de gallo

en honor del tercer milenio.

3

Desde aquellos tiempos pretéritos,

olvidados por la memoria del hombre,

cuando ene al cuadrado más uno aún no había nacido,

viaja a la deriva el firmamento infinito,

flotando en el seno de agujeros negros,

dibujando líneas paralelas sobre la sonrisa de un niño.

Entonces,

un hipocampo danza en la tangente del perfil cartesiano

y forma ángulos rectos con la soberbia del sol.

4

El cosmos es una naranja ajena y eterna

con millones de cosenos celestiales.

Es una angustia sostenida por estrellas isósceles,

esplendorosas en la reverberación de fórmulas notables,

mientras despavorido por el cero absoluto de los Mayas,

un repollal de teselas

mira de soslayo helechos fosilizados.

5

Al final de la jornada, del invierno, del suspiro,

nebulosas en espiral formadas por granizos

descienden en la vertical

que separa dos círculos concéntricos.

El ebrio dibuja un sinusoide de chocolate,

pero a mí me encantaría

llenar una copa de vino

sentado sobre una galaxia.

Allá, en la friolenta lejanía,

Dios designa una ruta

salpicada de mosaicos efesios

por donde nos iremos para siempre

sin retorno y, entonces,

al final del tiempo y del amor y de palabras retenidas,

se desvanecerá, insoluble, el teorema de la vida

pues todas las almas se habrán convertido

en infinitésimos fractales de lluvia cósmica.


Juan Ramón Murillo 1997