Hace algunas semanas llegó a mis manos, no por azar sino como producto directo del destino, un libro que me ha hecho meditar sobre los cambios que se suceden en nuestras vidas, a menudo, casi sin darnos cuenta. Tuve el honor de hacer la presentación de esta obra ante una numerosa y distinguida audiencia. Quisiera compartir con ustedes un resumen de las palabras que preparé para esta ocasión, aun cuando no hubieran leído el libro, estoy seguro que las apreciarán al llegar al final de la lectura.
Zarcero, enero de 2009
Juan Ramón, quien, como él mismo nos cuenta, nació el último día de enero en Zarcero, en una noche plagada de luciérnagas fosforescentes que alumbraban los durazneros, arrugados de tanto envejecer, nos obsequia un nuevo libro, con un muy sugestivo título “Las flores del duraznero”. Sin ser crítico literario, trataré de contarles algunas reflexiones, recuerdos y sensaciones que provocaron su lectura.
Los recuerdos, que simbolizan el pasado, y la esperanza, que nos alienta hacia el futuro, se amalgaman en estos relatos extraordinarios finamente hilvanados por la causalidad. Zarcero es una ciudad mágica y en cada bocanada de aire que se respira, se siente una paz y una armonía que solo puede sentirse en lugares que han sido bendecidos por la misma naturaleza: los verdes de sus montañas, los azules del cielo y los ríos de aguas cristalinas, son recordados en este bello libro que nos entrega Juan Ramón, pero en él se entrelazan la historia nacional y la mundial, se nos habla de migraciones y de guerras; de golpes de estado y reformas educativas; de amores, traiciones, celos y muerte; de geografía, gastronomía y literatura; de judíos y misioneros y lo entreteje, mágicamente, con la historia particular de nuestros abuelos, que, como héroes mitológicos, cruzaron ríos, atravesaron valles, escalaron montañas, deshojaron margaritas y domaron volcanes.
Yanuario Cubillo, Francisco Otoya y Feliciano Acuña, que se mencionan en este libro, son solo algunos de los primeros colonos de esta ciudad. Ellos lograron burlar a la muerte que nace del olvido, y se adueñaron del tiempo y de los siglos, ninguna civilización, sociedad o simplemente una generación de hombres puede ufanarse y decir con arrogancia que surgió solita. Es necesario que seamos más respetuosos y agradecidos con las generaciones que nos precedieron, más generosos y vigilantes con las generaciones que vendrán.
Su libro lo dedica a los que han emigrado por amor, esta sugestiva dedicatoria no es por casualidad, pues al final de la lectura nos damos cuenta que es el amor el hilo conductor del libro. Sobre el amor se seguirá escribiendo y definiendo según la época, por ejemplo, el Pastor Martin Luther King lo percibe como la única fuerza capaz de transformar un enemigo en amigo. O la percepción, del amor eterno y necesario para sobrevivir, que transpiraba por cada uno de sus poros el entrañable personaje Florentino Ariza, en la novela “El amor en los tiempos del cólera” de García Márquez cuando piensa “Tenía que enseñarle a pensar en el amor como un estado de gracia que no era un medio para nada, sino un origen y un fin en sí mismo” en una carta que le enviara a Fermina Daza, su amor eterno. Me parece acertada y muy nuestra, también, la visión de mi tatarabuelo: “Solo de café no vive el hombre, pues existe otra esencia más aromática y saludable: el amor, el más sabroso de todos los vicios”, que allí se menciona.
Las fronteras se vuelven más pequeñas. La globalización nos absorbe y nos despersonifica, para convencerse de ello, basta observar el cómo nuestro lenguaje ha cambiado, ahora los chunches viejos son antigüedades y se vende ropa americana en vez de los cachivaches, los supermercados reemplazan a las pulperías, los moles a los centros comerciales, las farmacias a las boticas y las estaciones de servicio a las bombas, incluso, vivimos en una época donde los eufemismos nos invaden: las arrugas de los viejitos, como las de los durazneros, ahora son las líneas de expresión de las personas de la tercera edad.
El problema no es que visitemos los modernos centros comerciales, mas sí lo es el que despreciemos a los pequeños artesanos y productores al no frecuentar los mercados nacionales. El problema no es que nos guste el tango o la zarzuela o que asistamos a un concierto de rock and roll, mas sí lo es el menospreciar, o desechar, nuestra bella música folclórica, olvidarnos de la marimba y dejar de sentir como nuestro el ritmo del tambito. El problema no es que nos gusten las hamburguesas, la pizza o las bebidas gaseosas, mas sí lo es el que despreciemos las tortillas, los tamales, el gallopinto, los picadillos, los frescos naturales y el aguadulce. El problema no es la incorporación de elementos nuevos y beneficiosos a nuestra cultura, mas sí lo es la eliminación de parámetros característicos de nuestra idiosincrasia y, sobre todo, el que dejemos de transmitir a las nuevas generaciones esta parte de la identidad cultural del ser costarricense. De esta forma, en “Las flores del duraznero” se hace un rescate de muchas de las costumbres que nos dan la identidad nacional, incluyendo el lenguaje y el uso de palabras muy nuestras. Debemos cuidarnos de la transculturación inherente a la globalización, no vaya a ser que un día, al amanecer y en el momento en que estemos mirándonos en el espejo, observemos, con macabro asombro, que nos hemos convertido en mutantes, como le ocurrió al propio Gregorio Samsa en La Metamorfosis de Kafka.
Cuando leía y disfrutaba de “Las flores del duraznero”, pensaba en nuestros abuelos que, con pocas cosas materiales y a veces ni que comer, pero con familias grandes que no dejaban espacios vacíos, eran felices, eran muy felices. Meditaba que, por el contrario y, paradójicamente, ahora somos más preparados académicamente y más ignorantes espiritualmente. Viajamos a mayor velocidad y llegamos más tarde. Gastamos más dinero y damos menos limosna. Amamos menos y mentimos más. Esperamos demasiado de la vida, en ocasiones más de lo que nos merecemos y siempre, la vida nos da más de lo que le exigimos. Vivimos en casas más grandes por comodidad pero nos separamos más por vanidad. Visitamos menos a los que están más cerca. Cuando debemos caminar, corremos y cuando debemos correr, caminamos. Vemos más televisión y no tenemos tiempo para orar, rezar o simplemente dar las gracias. Acudimos a las comidas rápidas para economizar tiempo, pero el tiempo nunca alcanza. Sobrevivimos más pero vivimos menos. Tenemos menos hijos y más divorcios. Leemos menos, así, lo poco que leemos, nos hace más daño. Cuanto más sabemos del entorno, menos nos conocemos; algunos saben lo que ocurre en el Medio Oriente o en la bolsa de valores en Wall Street, pero no lo que ocurre en su propio vecindario. En fin, nos acostumbramos a hacer lo urgente antes que lo importante y la sociedad actual no es feliz a plenitud.
En algún momento de mi lectura empezaron a aflorar recuerdos de mi niñez, de mi abuelita América Vargas, madre de Juan Ramón, quien, como allí se escribe, ante la propuesta de matrimonio de Juan Murillo y el plazo de un mes de tiempo para que lo pensara, replicó: –Mejor que sean tres meses –contestó la futura esposa, sin pedir permiso a nadie–; así tendré ocasión para meditar y poder decidirme. Pero debe usted saber una sola cosita para entendernos como Dios manda: me gustaría que se rasurara el bigote.
Allí se magnifica la importancia de la lectura de la historia reciente, que nos relata Juan Ramón Murillo, y nos impele a repensar en la dirección de nuestras vidas, nos recuerda las luchas que emprendieron nuestros ancestros por alcanzar sus sueños, nos recuerda que sobre nosotros se escribirán historias y que el ciclo de la vida se repite infinitamente, nos recuerda la importancia que tuvo la familia en la construcción de lo que es la Costa Rica de hoy, y que inevitablemente, muchos de ustedes, muchos de nosotros y nuestros descendientes, emigrarán por amor.
Muchas gracias.
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